Caminaba por la calle un día como cualquier otro, sólo escuchaba mis propios pasos, el crujir de las hojas regadas por el suelo, cuando de repente, lo vi, una cuenca de agua, de difícil descripción, era verde, talvez negra, densa y putrefacta.
Nunca antes había visto algo parecido, a pesar de pasar diario por esa calle. Decidí explorar, a pesar del miedo instantáneo que me produjo.
Me acerqué muy despacio, y muy silenciosamente, podía escuchar mi respiración, y aún más los latidos de mi corazón pues eran tan fuertes que temí delatar mi presencia.
Me incliné, y a gatas decidí aproximarme cada vez más despacio y quizás hasta temblando, finalmente llegué a la orilla de la cuenca, me asomé tímidamente; al principio no pude ver nada, ni siquiera mi reflejo o sombra, cuando de pronto un rostro masculino, casi familiar, emergió y se aproximó al mío, me quedé petrificada, cuando, pronunció mi nombre muy quedito, pero muy claro.
Me quedé allí viéndolo, inmóvil, con los ojos muy abiertos, mi respiración se entrecortó; me pidió entonces que me acercara más , no quería, mi sentido de alerta me gritaba que saliera corriendo de allí, pero no quise escuchar, la curiosidad me había invadido…
Acerqué mi rostro, empinándome más hacia la cuenca, hacia él; sonrió, salió un poco más y me besó. No puedo detallar su beso, pero ha sido el beso más estremecedor, escalofriante y dulce a la vez, era el beso de un ángel.
Me confesó que me había estado observando ya desde hacía tiempo y que estaba profundamente enamorado de mí. Su mano recorría mi rostro mientras me invitaba a entrar en la cuenca, en su mundo. Decía que era maravilloso estar ahí; adentro el tiempo se detiene, la vida no tiene fin y el amor es para siempre. Nunca te faltará nada, me susurraba al oído, ven conmigo y verás.
Ya no era dueña de mis acciones, me tomó de la mano y me arrastró dentro de la pestilente cuenca, yo sólo me deje llevar, la sensación de paz, tranquilidad y ternura que me infundía su mano tomando la mía, me provocaba olvidar mi vida en la tierra, mis seres queridos y el hedor de la cuenca.
Mientras mi cuerpo se hundía, decidí abrir los ojos, sólo para descubrir que aquél misterioso personaje no era humano. Su rostro era juvenil, su dorso era perfecto, pero en vez de piernas tenía una larga cola, viscosa y desagradable, fue cuando comprendí que en vez de ángel, se mostraba ante mí un demonio abisal.
Me asusté, pero me tomó entre sus brazos y me dijo que no debía temerle, simplemente amarle.
Su abrazo no era confortante, más bien sofocante, ya no sentía la dulzura por la cual había renunciado a todo por él, mi familia, mi vida, mi ser, mi libertad…
Me di cuenta ya muy tarde que había viajado a otro mundo, lejos de todo lo que conocía, sin boleto de regreso.
Era imposible escapar, el boquete por el cual había entrado, era el único por el cual podía salir, mas el agua de la superficie era tan densa y viscosa que no se podía pasar por allí. Lloré, lloré mucho, hasta que mis lágrimas ya no salieron más.
Al desaparecer de mi mundo, mi madre y mi hermana me buscaron hasta hallarme en esa putrefacta cuenca, hicieron todo lo posible para sacarme de allí, pero él nunca se los permitió. Después de agotar todas sus energías en intentar rescatarme, ya sólo se conformaron con irme a visitar, no podía escucharlas, y ellas tampoco me escuchaban, sólo intercambiábamos miradas, miradas de infinita amargura.
Antes de irse, empatizaban mi dolor con lágrimas, siempre me quedaba con una sensación de absoluta soledad.
Él venía entonces hacía mi y me trataba de reconfortar con sus hipócritas palabras y con sus sucias mentiras; su sola presencia me producía el más nauseabundo sentimiento de asco.
Me desesperé tantas veces al principio, una sensación de frustración y agonía, de odio y rencor. Todas las noches despertaba tratando de gritar tras una horrible pesadilla, y ahí estaba él, su rostro de ángel y su corazón de monstruo. Su “amor” siempre fue de necesidad, de obsesión, de cobardía, de coerción y sufrimiento.
Mi madre y mi hermana me visitaban diario, pero después empezaron a ir más esporádicamente, De repente mi madre dejó de ir. Mi hermana iba cuando podía, y siempre sollozando se despedía. Se estaba haciendo vieja, su carne arrugada y marchita; sus ojos tristes de tanto esperar; su paso lento y pausado; su cabello gris, como las nubes en un día de lluvia; fue entonces, y sólo entonces cuando comprendí que nunca iba a salir de allí, ¡nunca más!, pensé, nunca más sería libre, nunca más volvería a ver los rayos del sol, nunca más iba a ser yo, nunca más…
Mi hermana finalmente dejó también de ir, aún no sé si ella me abandonó o yo la abandoné. A pesar del tiempo, mi piel era aún joven, descubrí que no envejecería jamás, no moriría jamás, que estaba condenada a morir viviendo, a permanecer allí eternamente… nunca me había sentido tan sola y tan desdichada.
Él sin embargo se aferraba a mí, respiraba por mí, su amor era enfermo y amargo; no podía sentir más que asco por él. El estar allí, en esa cuenca, junto a él no me causaba más que un terrible sentimiento de repulsión, de nauseas y desesperación.
Pasaba los días recordando a mi madre y a mi hermana, pues por más que me esforzaba, no podía formar ningún recuerdo, ninguna imagen, de aquél que una vez fue mi mundo, mi casa, mis seres queridos, mi hogar, mi luz, mi aire, mi libertad. Era muy difícil recordar cualquiera de esas cosas, y mucho menos cuando él me abrazada por largo rato; su hedor era insoportable, su cuerpo nauseabundo, su cola parecía la de una serpiente gigantesca y áspera.
Un día de pronto, sin que yo lo quisiera, sin que mis movimientos fueran voluntarios, me vi abrazándolo con dulzura; ese día descubrí que lo amaba…
No hay comentarios:
Publicar un comentario